El horizonte dejó salir otra vez la luz matutina a sus gusanos de
metal, la estampida de búfalos, los acantilados esas oficinas secas con luces toda
la noche, leones de corbata, esperando a ejercer la pizca de poder que les fue
negada, relojes caros, imitación de piel.
Hombres con ojos de llanto y pachecos,
muchos pachecos, caras de angustia, empujones, sardinas, pingüinos de frack, lobos de
arrabal, y cansancio en todos lados, el sueño, el único sitio en que somos
iguales, el sueño, placer democrático que se arropa en cartones o recargado
sobre un pasamanos, sobre su cuello o cayendo al vecino compañero de asiento,
codazo a quemarropa, el gusano que nos engulle a todos, frena. Cinco minutos en espera, “me lleva la
chingada dice uno” complicidad con esa frase,cartera adelante, audífonos
apagados, quítese la mochila que estorba, póngala enfrente y evite molestar,en
una ciudad de pasajeros es difícil recordar, mantener la pose, ciudad sin
igual, tres sonrisas antes de llegar bajar del metro, dos amantes
contra la puerta, el sonido intermitente, entrecortado risas ausentes, tururu próxima estación... cansancio, señora con chicles, de a dos cajas por diez, audífonos chinos, adaptadores
para celular, burbujas de plástico que se pegan en las solapas, un hombre se
cuela a la fila, una sancadilla y empujón, se cae su esquite, pero entiende que
el precio de ser gandalla es la intolerancia a la arrogancia.
Y llega la
noche, y regreso a casa, un hombre con playera de cuero sin camisa, golpes por
todos lados, se sienta junto a una señora con su traje de atención a cliente de
Sears o cualquier otro, la señora expresa en sus ojos, un “lo que me faltaba” lo
ignora, él se acerca a mi, y yo solo puedo tomarle fotos, como reflejo, de lo
que siempre puedo ser, el gusano me escupe, y llego a casa.
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