Supongo y solo supongo, porque no lo sé de cierto, que la
fascinación que tengo de la calle va desde las prohibiciones infantiles, vivir
en uno de los barrios más conflictivos, el cinturón de miseria, la frontera que
dividía (porque se ha recorrido a sitios más lejanos) a los ciudadanos de
primera con los de arrabal.
Me conseguí mi adicción al alcohol a los 14 años, a los 15
ya consumía todo lo que se me cruzara, a los 17 un intento de suicidio, cincuenta
y cinco pastillas de las buenas, medicamento controlado que me recetó un
psiquiatra inconsciente, incongruente.
¿A qué va éste preámbulo?
¿A qué va éste preámbulo?
En ese lapso, conviví con los exiliados, no diré de la
realidad, es muy real vivir en ese mundo, es surreal, es lo que hay. Conviví con los “parias”, asaltantes de a
cuchillo, traficantes de monas, narcos de tlapalería, los gallos del barrio,
los que irremediablemente, irreductiblemente, terminarían en tragedia, los personajes que están, pero no están, son
parte de la arquitectura.
Dejé de consumir, un día a la vez y me prometí no volver a
tocar el barrio ni por error, en el que mis compañeros toreaban autos, algunos enterrados, como
cuchillos para la lluvia, desparecidos, otros de granja en granja, pocos
andamos sobrios.
¿A qué va éste preámbulo?
Si me prometí no pisar mi barrio, no puedo evitar ver la
calle como algo que me llama, es como la sangre, va más allá de la hermandad
que no tuve en casa, tengo una fascinación exquisita, por la calle, los
músicos, los mendigos, los pedigüeños los adictos, los ancianos más exiliados,
los forasteros de lo que una vez fue su tierra, no tengo una línea real no
tengo más justificación a mi trabajo que todo eso. Yo, soy la calle.
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